jueves, 6 de septiembre de 2007

Viejo reporte de clima

Cuando era niño, el clima religioso de mi casa tenía una doble pesadez casi divertida. Por una parte, como herencia de una larga tradición, mi madre mantuvo muchos años un régimen de resignada aceptación de los (que ella suponía) designios divinos; imaginaba la mano del Señor como la ejecutora de una justicia incuestionable cuyos signos eran el dolor y una silenciosa (pero visible) vergüenza de sí.
---Mi madre resulta impositiva y radical la mayor parte del tiempo. Mi niñez se tiñó con los tonos amargos de la misa obligada de los domingos y los primeros viernes de cada mes, a eso deben sumarse las constantes visitas “extra” al templo: novenarios, primeras comuniones, bodas, oficios de cuerpo presente (no sólo de familiares), bautizos, confirmaciones y demás pretextos.
---El camino al cielo, según mi madre, estaba sembrado de espinas pero había que apechugar, morderse uno y la mitad del otro porque no había salida. Dibujó para sus hijos la imagen de un Dios omnipotente pero muy poco amoroso, un ser demasiado listo y sin piedad pero que (curiosamente) siempre tenía razón. El ojo múltiple de la Divina Trinidad nada pasaba por alto y el libre albedrío era una trágica broma de buena voluntad pero deplorable gusto.
---Mi padre, en otra frecuencia, vive reclamando al destino; y aunque su fe llega al histrionismo risible, es auténtica. Su diferencia con respecto a mi madre es formativa, huérfano desde los siete y sin mucha educación formal, tomó la senda del autodidacta retobado que, al final, lo condujo a las filas de la masonería local (tan dada a comer curas a discreción y suponerse poseedora de verdades trascendentes).
---Para su bien, mi padre está (ha estado siempre) loco. No importa cuán ridículas y contradictorias fueran sus conclusiones en el ámbito de la moral, su firmeza de carácter y algunos instrumentos caseros de tortura sostuvieron siempre su ceguera de juicio. Con todo eso, poseyó una clase de honradez que, a pesar de sus desastrosas consecuencias económicas, marcó la conducta de sus hijos y lo salvó del aborrecimiento total.
---La combinación no pudo ser más curiosa; si mi madre insistía demasiado sólo teníamos que denunciarla con mi padre y este nos dispensaba de algunas ceremonias sólo para imponerse sobre ella. Resistir era imposible cuando ambos estaban de acuerdo, por eso, la única manera de evadir la asistencia a misa era la provocación o, ya de plano, el terrorismo herético a baja escala (hace pocos años, confesé esto último a mi progenitora y descargó su furia arrojándome un cenicero).
---Así las cosas, estoy seguro de que mis padres hicieron lo mejor que podían, lo que creyeron era lo justo, lo indicado de acuerdo con lo que creen. Por mi parte, después de la adolescencia, he pasado por múltiples etapas en las que he mirado la figura de Dios de distintos modos y desde variados puntos de vista; comprendo cada vez menos, cierto, pero dejó de mortificarme ya la presencia de su idea (grave y felizmente real, para mí). Vivo, por supuesto, sumergido en sencillas dudas pero puedo reírme todavía y tratar de pasarla lo menos mal posible al amparo de aquello que he conseguido creer.
---Nuestra ridícula medida puede insinuar muchos significados para la inacción y mudez habitual del Señor, de acuerdo, aunque mi posición es la de no esperar sino eso precisamente, su silencio inconmovible. Dios es, tal vez, la palabra más cargada de inmanencia que puedo imaginar (¿seré judío?) y existir o no es cosa que, seguramente, le tiene sin cuidado.
---Según mi madre, nada me salva del infierno; según mi padre, Dios vive equivocado para con él pero conmigo ejercita su justicia con precisión. ¿Consecuencia? Somos un trío miserable (y eso, según él, prueba lo que dice).
---Lo único que buenamente supongo (la verdad, estoy seguro) es que Dios debe estar riendo de buena gana mientras mira cómo escribo estas líneas y recuerda que ya sabía lo que yo iba a anotar.