lunes, 3 de septiembre de 2007

Inocentada, tal vez...

Puede que, si todo sigue como hasta hoy, el libro como objeto (hecho de papel, goma e impreso con tinta) desaparezca y deje tras de sí una evidencia material desconcertante para quienes contemplen ese momento. Puede también, ojalá, que no esté yo entre esa turba desafortunada de espectadores. Me parece que no veré ese triste día porque mi plan es defender el libro de sus detractores, concientes o no.
---Quienes combaten, con conocimiento de causa o sin él, el libro como objeto no ignoran muchas veces que ha sido el vehículo transmisor de cultura por excelencia, más bien su ofensiva se basa en la defensa de un progreso tecnológico (o una idea de lo que es) que, bajo el argumento de facilitar el acceso a la información, privilegia el desarrollo del medio sin tomar en cuenta algunas consecuencias claras de eso.
---Si bien es cierto que jamás antes se tuvo la posibilidad (creciente) actual de contener o almacenar datos, la naturaleza del medio nos aleja cada vez más de una probable capacidad discriminadora sobre esos mismos datos. En palabras de Franco Ferrarotti: “tendremos mucha información de la cual no comprenderemos nada”. Mientras la televisión sufre de un progresivo empobrecimiento de contenidos, la red informática mundial lesiona gravemente la (ya demediada) lectura como actividad y proceso. Del mismo modo, los cambios culturales que se gestan actualmente sólo parecen indicar que, dentro de algún tiempo (imposible determinar cuánto), este mundo se hallará más dividido y polarizado que nunca.
---Desde los resultados lamentables (en términos de desarrollo humano) del capitalismo tardío hasta barbaridades como la “ingeniería del alma” del llamado socialismo real, el progreso tecnológico ha dado muestra del tamaño del peligro que puede enfrentar quien queda fuera de él o simplemente no lo concibe como centro de fe. Si a esto se suma la incapacidad y falta de visión prospectiva de las religiones, entonces cualquier esperanza para el espíritu o la voluntad solidaria sin interés (por no mencionar el amor, que a tantos suena como ridículo o desfasado) está perdida.
---No es mi intención parecer pesimista pero no veo otro modo de interpretar el panorama que se vislumbra, dadas las condiciones actuales. A los jóvenes de hoy el libro les parece una antigualla que no merece la pena y la educación formal ha fracasado en su intento (inocente) de promover la lectura o el “consumo” crítico de bienes culturales. Nuestras dependencias han cambiado, nuestro sentido de la realidad circundante (y nuestro juicio sobre ella) es de una llaneza deprimente (sobre todo si se compara con el de un lector promedio de mediados del siglo XIX, con la serie de injusticias que acarrea tal comparación), nuestros intereses son mezquinos o triviales, nuestra capacidad léxica es risible y la referencia de nuestras emociones es pobre hasta el ridículo. Y eso que evado con toda intención hablar de nuestro sentido de moral y de ética, no sea que acabemos en llanto.
---Nadie puede oponerse a cambios de esta naturaleza, cierto, pero si el libro y su lectura ayudaron siempre a contravenir de modo mínimo algunos aspectos de nuestra patética evolución como especie, es un hecho que eso está por cambiar. Leeremos de modo distinto, quizá soportando cada vez más la radiación de la pantalla, a texto corrido sin el descanso físico de la vuelta en cada página, sin el aroma del papel y, lo más grave, sin la atención debida y con una imaginación poco ejercitada en abstracciones necesarias.
---Perder la posibilidad de descubrirnos “más profundos y más extraños de lo que creíamos” (Harold Bloom dixit) nos conducirá, tristemente, a degradar nuestras ya ínfimas reservas de tolerancia y comprensión para con los demás. Nunca, como hoy, he juzgado las pesadillas de Campanella, Moro, Bacon, Verne, Wells, Zamiatin, Kafka, Çapek, Orwell, Asimov, Bradbury, Philip K. Dick o Ursula K. LeGuin tan necesarias...