lunes, 17 de septiembre de 2007

Otra perorata

Los libros, tengo esa impresión, no son artefactos para la simple acumulación exhibicionista o la disección minuciosa que en ocasiones los destruye. Son, me parece, un pretexto que encuentra en el papel o el ciberespacio una justificación material de existencia que ofrece posibilidades para la disposición: primera, la de entregarse al casi inútil y cada vez más infrecuente placer de la lectura y, segunda, la de verse envuelto por los signos de una realidad tal vez más intensa y vivificante que aquella en la que ingenuamente deambulamos como seres entregados al deber de sobrevivir gracias a la condena del trabajo y las obligaciones ineludibles del contacto con la tribu malediciente y terrible de las convenciones.
---Y raramente sobreviven igual los mamotretos editados desde el dogma racional o el comedido alarde sin sentido de la heroica y soberbia juventud. Pareciera que dejamos de lado esa oscura experiencia de ser ante el espejo de letras que ordena la existencia de los menos, que nos pesa saber la impura técnica que nos conmina a descifrar lo poco que deseamos desde la experiencia inconsciente del que mira los estanques fluir sin que suceda el movimiento. Nos burlamos ante lo inmediato de adjudicar la categoría de absoluto a la sentencia móvil que no se desnuda como simple, que no se conforma con el trazo mediocre del habla mínima que concede el respiro y las simplezas de la gula o el coito.
---Quien elige darse de topes con la nada pacífica revuelta que genera la lectura de José Ángel Valente o Eliseo Diego, de Vallejo o Neruda, de tanto etcétera dormido ante unos ojos que quieran despertarlo todo, no puede sino lamentar la gélida pobreza amateur del conversador arbitrario que a toda luz traiciona la dignidad de ejercer su propio idioma con la sencillez que evade los rigores de la academia y las calenturas de la bienintencionada ignorancia.