(Navojoa, Sonora, circa 1979)
A unas cuadras de casa de mi abuela se ubicaba una construcción sencilla pero extraña. Parecía la fachada de una casa cualquiera y, como se trataba de una esquina, tenía dos costados cuya extrañeza estribaba en exhibir letras de monstruosa dimensión que, con el paso del tiempo, conseguiría descifrar: Bar Montecarlo.
---Años después, confieso, el lugar importaba poco pues solamente constituía una referencia para indicar la ubicación de su calle, alguna tienda cercana, la mueblería del frente o la deprimente central de camiones que se hallaba a unos pasos de ahí. Todo alrededor transcurría con una lentitud horrenda y triste. Algunas tardes ocupaba mi tiempo, como otros de mi edad, en participar en los ensayos del coro de la parroquia bajo la bondadosa batuta del padre Francisco, un tipo de rostro severo pero de carácter afable y, a mi parecer, merecedor de obediencia.
---En una ocasión, martes o miércoles, poco después de la hora de la comida, un vecino del barrio, Joel, llegó apresurado a buscarme con el pretexto de mostrarme algo que no iba, según él, a creer. Imaginé montones de situaciones probables: algún disco nuevo, patines, una manopla reluciente o un balón de futbol. Lejos de todo eso, pasamos su casa de largo y comencé a especular de nuevo.
---Llegamos a la puerta de la cantina y Joel se detuvo. De sobra sabíamos que sobre nosotros pendía un letrero que prohibía la entrada a menores de edad y uniformados, pero eso no iba a detener a mi camarada. Por lo general, a esa hora, la entrada lucía desierta y el taquero que se instalaba fuera del bar no llegaba aún. Mi amigo se tiró al suelo y me dijo: “Ora sí, cabrón, tírate y agárrate porque vas a ver algo que ni te imaginas”. Así lo hice y avanzamos pecho a tierra bajo el biombo de lámina que impedía la visibilidad al interior del antro.
---Quedé boquiabierto. Vestido de civil, a unas mesas del rincón más apartado, el padre Francisco entonaba una canción ranchera, acompañado por un trío norteño de viejos panzones. Hasta aquí, el cuadro no resultaría sorprendente si no fuera por la mujer regordeta que tenía sobre sus piernas y a la que, de modo intermitente, besaba o agarraba las tetas o las piernas o sepa Dios qué porque esas manos del padrecito reflejaban no sólo ansias sino una velocidad encanijada que rebasó mi registro y mi memoria. Acto seguido, el viejo se levantó y se llevó a la mujer al centro de la cantina para rasparle duro al huarache y sacar polvo a la improvisada pista.
---Años después, confieso, el lugar importaba poco pues solamente constituía una referencia para indicar la ubicación de su calle, alguna tienda cercana, la mueblería del frente o la deprimente central de camiones que se hallaba a unos pasos de ahí. Todo alrededor transcurría con una lentitud horrenda y triste. Algunas tardes ocupaba mi tiempo, como otros de mi edad, en participar en los ensayos del coro de la parroquia bajo la bondadosa batuta del padre Francisco, un tipo de rostro severo pero de carácter afable y, a mi parecer, merecedor de obediencia.
---En una ocasión, martes o miércoles, poco después de la hora de la comida, un vecino del barrio, Joel, llegó apresurado a buscarme con el pretexto de mostrarme algo que no iba, según él, a creer. Imaginé montones de situaciones probables: algún disco nuevo, patines, una manopla reluciente o un balón de futbol. Lejos de todo eso, pasamos su casa de largo y comencé a especular de nuevo.
---Llegamos a la puerta de la cantina y Joel se detuvo. De sobra sabíamos que sobre nosotros pendía un letrero que prohibía la entrada a menores de edad y uniformados, pero eso no iba a detener a mi camarada. Por lo general, a esa hora, la entrada lucía desierta y el taquero que se instalaba fuera del bar no llegaba aún. Mi amigo se tiró al suelo y me dijo: “Ora sí, cabrón, tírate y agárrate porque vas a ver algo que ni te imaginas”. Así lo hice y avanzamos pecho a tierra bajo el biombo de lámina que impedía la visibilidad al interior del antro.
---Quedé boquiabierto. Vestido de civil, a unas mesas del rincón más apartado, el padre Francisco entonaba una canción ranchera, acompañado por un trío norteño de viejos panzones. Hasta aquí, el cuadro no resultaría sorprendente si no fuera por la mujer regordeta que tenía sobre sus piernas y a la que, de modo intermitente, besaba o agarraba las tetas o las piernas o sepa Dios qué porque esas manos del padrecito reflejaban no sólo ansias sino una velocidad encanijada que rebasó mi registro y mi memoria. Acto seguido, el viejo se levantó y se llevó a la mujer al centro de la cantina para rasparle duro al huarache y sacar polvo a la improvisada pista.
---Debo reconocer que, además de restregarse a la mujer como si la limpiara de algo, el padrecito le daba bien al zapateado. De vez en cuando miraba a la concurrencia y lanzaba frases retadoras plagadas de injurias, creo que esa vez aprendí algunas que hasta ese momento desconocía. Me fui de ahí más atribulado que sorprendido, con menos diversión de la que mi amigo esperaba y más preguntas de las que por entonces comenzaba a hacerme.
---Cuando mi madre preguntó por el motivo de mi retiro del coro de la iglesia mis razones no pudo creerlas y juzgó que quería burlarme de ella; me dijo que al menos tuviera la decencia de admitir que detestaba la cantada o que no estaba dispuesto a complacerla. Según mi madre, ahí se dio cuenta de mi ominosa tendencia a fabricar historias de mal gusto.
---Cuando mi madre preguntó por el motivo de mi retiro del coro de la iglesia mis razones no pudo creerlas y juzgó que quería burlarme de ella; me dijo que al menos tuviera la decencia de admitir que detestaba la cantada o que no estaba dispuesto a complacerla. Según mi madre, ahí se dio cuenta de mi ominosa tendencia a fabricar historias de mal gusto.