miércoles, 28 de enero de 2009

Nota sobre Isaac...

Pocas maneras tan bellas y sencillas para referirse con admiración a un autor como la que emplea Caludio Magris para relatar su primer encuentro y conversación con Isaac Bashevis Singer. El escritor triestino cuenta que, al responder a sus preguntas, a Singer "se le escapaba el sentido de lo que había escrito" (Wittgenstein hubiera dicho que escribía no con la cabeza sino con la mano, que no siempre sabe lo que sucede cuando traza mundos sobre el papel) y, ante sus críticas a sus novelas, no entendió sus objeciones y sólo respondió que él escribía "lo que en ese momento le gustaba". Finalmente, a Magris no le quedó sino aceptar que -aunque se reconocía "más inteligente" que el narrador de origen polaco que años después de ese encuentro recibiría el Premio Nobel de Literatura- Singer, lejos de ser "un intelectual", era un auténtico "genio" que, como pocos, consigue expresar "el carácter absoluto de cada momento significativo de la vida". No se necesita añadir que Magris no es precisamente un mal lector y que -buscando ser breve- bastaría que el interesado probable se asomara ya sea a Satán en Goray o esa joya que es El mago de Lublin, dos de sus mejores novelas...

lunes, 26 de enero de 2009

Otra del buen viejo...

No puede haber bienes más extraños en el mundo que los libros. Impresos por personas que no los entienden; vendidos por personas que no los entienden; encuadernados, criticados y leídos por personas que no los entienden, y ahora, escritos por personas que no los entienden.

Georg Christoph Lichtenberg
Aforismos

sábado, 24 de enero de 2009

Con propiedad...

Leer no es soportar, hablando con propiedad, sino estar dispuesto a recibir un invitado en casa, cuando cae la noche. Leer es aprender con los demás a escuchar mejor.

George Steiner

viernes, 23 de enero de 2009

Despropósito y fidelidad

La amenaza más grave que pesa hoy sobre el escritor y el futuro mismo de la literatura es su rendición sin combate a los halagos del poder mediático y a las crudas leyes de la compra-venta: el tanto vendes tanto vales que levanta hasta los cuernos de la luna a los fabricantes de best-sellers y margina a quienes escriben sin anhelo de recompensa y permanecen fieles a la ética del lenguaje.

Juan Goytisolo

jueves, 22 de enero de 2009

Porque este año cumple 80...

5

Debe el amor vencer,
vencerlo todo.
La muerte y la cursilería.

Vence a los leones locos el amor,
lo vence todo.
La sintaxis.
Los corchos apretados,
el tránsito y las úlceras.
Y vence la desgracia del ratón sin muelas,
la miseria del diente sin castores,
la del castor y el diente sin carpintería.

Todo lo vence, compañeros,
vence a la muerte, ciudadanos,
porque es la muerte él mismo.

Eduardo Lizalde
El tigre en la casa (1970)

viernes, 16 de enero de 2009

La abstracta verdad

-La literatura es, en realidad, uno de esos nobles lujos que todo Estado bien gobernado debería de extender a todos; e inlcuso debería ser mirada como una necesidad en el más noble sentido de la palabra. Pero se trata de un lujo en el evidente sentido de que el ser humano se puede pasar sin él y seguir siendo tolerablemente humano e incluso tolerablemente feliz.

-Toda persona sana debe de alimentarse tanto de ficción como de realidad, en algún momento de su vida; porque la realidad es una cosa que el mundo le da, mientras que la ficción es algo que ella da al mundo. No tiene nada que ver con que el hombre sepa escribir, y ni siquiera con que sepa leer.

-Para que un libro sea un libro en el que se pueda vivir (lo mismo que la casa en que se vive) es preciso que esté un poco desaliñado.

-... a mi parecer, existe la abstracta verdad de que toda aquella literatura que presente nuestra vida como peligrosa y sorprendente es siempre más verdadera que aquella otra literatura que nos la haga ver languidecente y llena de dudas. Porque la vida es una lucha y no una conversación.

-... si el alma puede satisfacerse con la verdad, la encontrará como un relato particular, positivo y personal.

-La ociosidad no es un vicio, sino más bien la expresión de la antigua palabra chauceriana idlesse. Es un placer y constituye casi una virtud. En su verdadera acepción, es tener tiempo disponible. No es entretenerse con cosas baladíes, sino tener una visión de las innumerables cosas importantes que existen en el Universo y que son en sí mismas más importantes que el pan y el queso.

Gilbert K. Chesterton
Ensayos
(Editorial Porrúa, México, 1997)

jueves, 15 de enero de 2009

Rising Sun Pub

Un pub inglés en medio de un horno, así describieron a veces al Rising Sun Pub, un restaurante con buffet y bar que, por las tardes, de lunes a viernes, se poblaba de maestros y alumnos del Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad. No es que fuera barato, simplemente era bello y acogedor. El mobiliario cumplía con aparentar aquello que aludía el letrero de la entrada; y su servicio, aunque tardado, era más que aceptable. Pero no es así que debe decirse lo que viene.
Verano. Tres de la tarde. Ella lleva una falda corta y, hasta ese momento, casi ni habíamos cruzado palabra. “Invítame un amaretto allá enfrente” dijo. Yo contuve mi opinión sobre los licores dulces y me dispuse a gastarlo todo. La colocación de las mesas en el lugar semeja, gracias a Dios y algunas divisiones de madera, un laberinto. Ella escoge un rincón difícil pero iluminado. Ambos hemos estado allí antes. Nunca juntos. Todo le divierte. Llegan su amaretto y mi cerveza. Juega con los hielos y vuelve a reír. Yo ausculto su blusa blanca y lo que deja entrever: dos preciosos motivos de curvada y no pequeña simetría. La plástica medialuna en que nos sentamos nos hace estar uno frente a otro pero muy cercanos. Ella habla de música y yo pacto con algunos de sus gustos. Me mira y su risa regresa. Bebe con limpieza, con austeridad. Su lengua repasa el borde del vaso y yo sólo recuerdo la impaciencia de la mía.
Una canción de Journey inunda el ambiente. A ella le gusta, la repite como puede. Contesta mis bromas con una caricia para mi rostro. La beso. Responde. Coloca sus dedos en mi cuello y viaja hacia mi espalda. Se retira un poco. Toca mi frente con la suya y su sonrisa se hace más suave. Sube un muslo al asiento. Pude ver bajo su falda. Ella sabe que la veo. Sabe que mi mano izquierda sube por su muslo derecho y conoce su destino. Ella acerca su cuerpo y apresura el encuentro de su vértice y mi mano. Es ella quien se mueve. Yo no importo pero tomo su rostro y la beso de nuevo. Y este beso es la ciega adaptación de una ansiedad a otra, con otra.
¿Dónde estuvo todo en esas horas? Ella subió a mis piernas y abrió su blusa. Ella descubrió sus pechos y condujo mi boca hacia ellos. ¿Quién veía? ¿Importa? Ella repetía un poema en una lengua de un solo sonido. Se movía de acuerdo con su respiración y acompañaba la mía. Contó a mis manos, sin palabras, cómo y hacia dónde dirigirse. Puso mis dedos dentro de su ropa, dentro de su cuerpo. Yo recorrí el mismo camino cientos de veces. Ella probó mi sabor y el suyo. No se quitó nada y se desprendió de todo. Yo no supe (y sigo sin saber) qué puede hacer un hombre para merecer cierta fortuna, cierta conjunción astral.
Salimos cuando el lugar cerraba. En estricta justicia, el bar fue nuestro durante esas horas. Ella sabía que no iríamos a ninguna parte juntos después de eso. Sabía, también, que no volvería a verla jamás. Yo perdí un día completo de clases. Y gané mi derecho a no arrepentirme de ciertas felicidades.
* Es este un texto viejísimo, pero no había sido publicado jamás. De algún modo puede servir para su mejoría que aquellos pocos que lo lean y me topen -digo- me refieran algo respecto de él...

miércoles, 7 de enero de 2009

A setenta años de un proceso...

Este año habrá de cumplirse el aniversario setenta de un proceso que concluyó con la publicación de una de las novelas más importantes del pasado siglo y que, desde fines del año anterior, circula reeditada y con traducción revisada. El libro en cuestión es, nada menos, Sobre los acantilados de mármol (Tusquets, 2008), del narrador alemán Ernst Jünger (1895-1998).
Por mucho tiempo, buena parte de la crítica mundial ha caracterizado esta novela como “visionaria”, debido a la serie de asociaciones que pueden establecerse entre lo narrado y lo que acontecía entonces en Alemania. Por supuesto, no se trata de una completa coincidencia, como para muchos en su país, Jünger vivió un año decisivo en 1933, cuando accede Hitler al poder, no sólo veía en su figura “un peligro” evidente, rechazó pertenecer a la Academia de la Lengua y prohibió a los nazis hacer uso de sus escritos, además, se retiró de Berlín para vivir en provincia.
Jünger comenzó a escribir Sobre los acantilados de mármol en febrero de 1939 y la terminó en julio del mismo año, y el texto se publicó apenas meses después de producirse la invasión a Polonia (en septiembre), a lo que debe sumarse el hecho de que los eventos de la historia guardan una estrecha relación con el panorama social y político alemán, especialmente con su “encaminamiento al abismo”.
En una nota de su diario (2 de abril de 1946), Jünger –refiriéndose a su novela– que “los acontecimientos que estaban produciéndose en Alemania encajaban ciertamente en su marco, pero la obra no estaba cortada especialmente a su medida”, pero después califica la obra como “sueño” y “presentimiento”, en la que había “captado las cosas futuras”, puesto que mucho de lo que ahí se expresa se haría realidad “en la vivencia directa”.
La narración describe la destrucción de un país o región de características “civilizadas” (La Marina), a manos de los pobladores de la región de los bosques (más allá de la frontera natural que representan los acantilados de mármol y la zona intermedia en la que habitan los pastores), liderados por la tiránica figura del Guardabosque Mayor (personaje al que no es difícil relacionar directamente con la figura de quien entonces regía los destinos de Alemania).
Quien cuenta es un sobreviviente, habitante de esa misma frontera y entregado (al lado de su hermano) al estudio de la botánica y conciente de haber pertenecido, en el pasado lejano, a la misma orden del viejo tirano de los bosques, pero también conocedor de los detalles que van prefigurando la amenaza que se cierne sobre los pueblos que habrán de se ser invadidos.
Lo que impresiona, vivamente, es cómo el proceso de deterioro social va siendo descrito con minuciosidad y de modo gradual; las estrategias del Guardabosque Mayor no difieren (prácticamente) nada de aquellas que utilizaron los nacionalsocialistas para hacerse del poder, con especial acento en la promoción de lo mediocre y la destrucción del patrimonio intangible que nutre el espíritu de esos pueblos.
Asimismo, Jünger desarrolla con maestría la tensión en la novela, los hechos van siendo puestos a vista del lector a través de la sorpresa (horror, más bien) y posterior comprensión del testigo que, al final, sobrevive tras abandonar aquella región para convertirse en exiliado. El lenguaje (gracias a la traducción de Andrés Sánchez Pascual), guarda la intensidad poética e indeterminación que atraen; el mismo autor describió su propósito de este modo: “Es preciso que las frases hagan su entrada en la conciencia del lector igual que hacen su entrada en el circo los luchadores”. Y, aunque haya reparado Jünger en que eso no dependía de su voluntad, lo logra con creces; la intensidad es la marca que signa las páginas de Sobre los acantilados de mármol.
La novela se reeditó justo a fines de 2008, como para recordarnos la década de ausencia de Jünger entre los vivos, pero es este año que se cumplen siete décadas de un hecho histórico que coincide con la creación de una de las obras fundamentales de un siglo que se caracterizó por encontrar en el arte un vehículo para hacer patente la voluble y terrible condición humana. Bien vale acercarse a Sobre los acantilados de mármol, una lectura que no deja de ser perturbadora (y gratificante, si se piensa en las –tan– pocas novedades editoriales que resultan gratificantes hoy día).

* Publicado el día 7 de enero de 2009 en La Jornada Jalisco

martes, 6 de enero de 2009

Para insistir...

... el poeta, que no acepta el lenguaje en su intención puramente racional, descubre pasadizos secretos entre todos los opuestos, entre razón y locura, Cielo e Infierno, fe e incredulidad, e incluso prefiere eliminarlos en el proceso mismo de la escritura para aprehender eso que es -o que puede llegar a ser- él mismo en su relación con lo sagrado.

Ignacio Solares
Cartas a un joven sin Dios
(Alfaguara, México, 2008)

viernes, 2 de enero de 2009

Un autor, dos novelas, mismos ejes

De acuerdo con el escritor y académico Alejandro Ramírez Arballo “el narrador, si bueno, habrá de producirnos un arrobo irrenunciable, un abandono del cuerpo, un estado que es siempre un anticipo del tiempo sin tiempo de los sueños”. Si estas palabras sirvieran de punto de partida para tasar algo de la prosa del narrador francés Jean-Marie Gustave Le Clézio (galardonado con el Premio Nobel de Lieratura 2008 en octubre pasado), no mucho favor harían, en especial si se revisan las dos más recientes reediciones de sus novelas que se habían publicado años atrás en español: La cuarentena (Tusquets, 2008) y El pez dorado (Tusquets, 2008) –lo anterior, claro, sin olvidar que la misma casa editora puso en circulación a fines del año anterior dos novelas más del autor, Onitsha y Desierto, además de anunciar que publicará en menos de tres meses su más reciente libro Ritournelle de la faim (probablemente traducida como Cantinela del hambre)–.
Para comenzar, La cuarentena es una novela que, aunque no sea estrictamente “polifónica” como se ha dicho en otras publicaciones, sí consigue una complejidad estructural bajo el imperio de una voz que persigue el rescate de un pasado donde se alberga la memoria familiar y los misteriosos puntos o lagunas donde se manifiesta borrosa o llanamente invisible.
Entre sus puntos atractivos, destaca la importancia de dos encuentros que los personajes principales sostienen con el poeta francés Arthur Rimbaud, uno en la juventud y otro cerca del fin de sus días, en un puerto africano, postrado en cama y sufriendo por la pierna enferma que lo llevaría a la tumba tras años de haber abandonado la escritura.
Pero, fiel a lo que ya se puede identificar como parte de las “obsesiones” del autor, la novela no deja de convertirse en una larga exposición de motivos en contra de las consecuencias funestas de la historia colonial en las regiones más alejadas del orbe mental de Occidente (en este caso, la isla de Mauricio y sus colindantes).
De este modo, se accede a la historia de León y Jacques, dos hermanos que realizan un viaje “de regreso” a sus raíces tras la pérdida de sus padres y, en ese trayecto, se ven detenidos por fuerza (un brote epidémico de viruela) justo antes de llegar a su destino. Es en ese infierno donde los destinos se separan y cada uno de ellos encontrará su camino definitorio, uno a través del amor y el otro al toparse con la dureza del clan familiar que les rechaza.
Es el último descendiente de este linaje (desde 1980) quien hace de nuevo el viaje al origen y, en cierta medida, “ordena” la narración a partir de los relatos de voces que integran un cuadro diverso en el que abundan historias paralelas que conectan distintas partes del mundo, épocas y sucesos históricos, destacando la evocación de un incesante mestizaje gracias a los sucesos que acontecen a los personajes (desde una esposa poco convencional y amante de la poesía, hasta una niña inglesa rescatada de una matanza de la que resulta la única sobreviviente para –qué novedad en J. M. G. Le Clézio– asumir una cultura “otra”).
Ahora bien, si a La cuarentena se le ha alabado su carácter “poético”, este se puebla de descripciones que rayan más en el asombro preciosista que en la crítica contemplación; además, si esta ocurre, se manifiesta a través de una directa enunciación que resta mucho al carácter autónomo y verosímil de los personajes (detalles exigibles cuando se les inserta en contextos históricos de esta clase, pero donde la “reivindicación” de valores determinados luce fuera de tiempo y lugar).
Por lo que toca a El pez dorado (mucho más breve, lineal y menos pretenciosa en términos formales), aquí los hechos están mucho más cerca del presente y la primera persona convierte la narración en un relato testimonial en el que no faltan también los elementos de multiculturalismo y éxodo forzoso de muchos de los textos del francés.
Una niña es raptada y, tras una larga serie de vicisitudes, consigue dar finalmente con su identidad y desentrañar un pasado cuyo desconocimiento ha marcado su vida. Pero esta historia (tan cercana a un bildungsroman) carece de los atractivos formales de la anterior y la protagonista topa siempre con giros de suerte (que la “salvan”) tan improbables como plagados de una clara intención autoral que, sin duda, empobrecen un texto donde pareciera darse mayor importancia al poner de relieve los males del poscolonialismo y la permanente xenofobia de la cultura occidental, tan temerosa de “lo extraño”.
Quizá interesa a buena parte de los lectores de Le Clézio que su personaje salga avante de sus escollos y, a la vez, enfrente los avatares de la migración y el contacto semi-reflexivo con su propia diversidad cultural, a través de su “talento” literario y musical, pero resulta difícil en extremo “conectar” con quien, después de un incierto origen y persecuciones interminables (y ni siquiera de cierta intensidad que vuelva atractivo el trayecto de vida de Laila), logra convertirse en poco menos que una estrella del jazz y una futura madre redimida (quizá en la realidad, pero no en la ficción; eso jamais, monsieur Le Clézio, demasiada “propiedad”).
No se puede negar a este narrador francés su voluntad denodada de colocar siempre ante los ojos las condiciones de marginación y “desventaja” de determinados grupos humanos (no en balde dicho aspecto de su obra fue “enaltecido” por la Academia Sueca cuando se le concedió el Premio Nobel de Literatura hace apenas meses); pero esta característica dista de constituirse como “valor” que justifique una estatura específica para un escritor que no deja de tornarse melodramático y hasta ramplón, por momentos, en una prosa que, a pesar de su “cuidado” no deja de carecer (siempre) de “algo”.
Minimizar el juicio de “mediocre” que le imputó el ensayista italiano Pietro Citati sería admitir con demasiada facilidad los visibles puntos frágiles de una literatura más dada a la “corrección” que a la exposición sin propósito visible o las llanas historias que pueblan el mundo y no buscan colocarse ni en contra ni a favor de alguna “visión” determinada (más perjuicio que bien hacen al autor las palabras del acta de jurado que asume como cualidad que se halle tanto “dentro” como –y sobe todo– “fuera de la civilización dominante”).
Bastante más leído en Asia o el continente europeo que en los Estados Unidos, Le Clézio pertenece más a una estirpe de escritores que encuentran en el viaje y la confrontación con la diversidad de culturas más una serie de motivos o lenguajes “apropiados” que historias que busquen el placer del lector más que su “necesaria” fijación en determinados patrones civilizatorios y sus consecuencias que, siendo optimistas, sería más agradable percibir como “accesorios” de lo que se cuenta (pero presentes).
Tanto más se torne la obra de Le Clézio “accesible” a los lectores de lengua española, más se tornará imperante “volver” la vista a las siempre inagotables posibilidades de “otras” formas narrativas menos “apropiadas” y, quién sabe, tal vez más gratificantes (léase cualquier novela de Philip Roth, Don De Lillo, Michel Tournier, Peter Handke, W. G. Sebald, Antonio Lobo Antunes, Enique Vila-Matas o, incluso, Haruki Murakami; por referir solamente algunos conocidos nombres de contemporáneos suyos mucho más estimulantes).

* Publicado (presumiblemente) el día sábado 3 de enero de 2009, en La Jornada Jalisco