I
Alba era el amor entonces. O al menos eso quiero creer.
---Alba era mi sombra, lo admito, mi gracia de ser cuando nadie me miraba, la pausa de frío que interrumpe el desayuno con el más mínimo recuerdo. Y sí, hablo de aquello como si sólo estuviera allá detrás, en otro tiempo simple, sencillo, evocable sin ruidos o temblores. Nada más lejos de todo cuanto diga. Alba fue como si todavía fuera, pero sin ella, sin ese cuerpo que no pude jamás mirar sin miedo. Nunca dije “mía” en honor a la verdad. No podía. No la tuve, por eso su partida o sus motivos para irse son eventos sin importancia.
II
Alba era lo más parecido a un durazno. Es algo ridículo, pero la primera vez que estuvimos juntos ella insistió en hacer la limpieza del cuarto (mi recámara, en esos días, era una auténtica pocilga y ella detesta el desorden) y, ya desnuda, viajó por la estancia recogiendo mi ropa, agachándose de vez en vez, siempre de espaldas a la cama, haciendo (con cada flexión de su cintura) de su culo un majestuoso durazno.
---Es curioso, la visión de la fruta ocurrió antes de que pasara nada pero marcó cada suceso posterior. Desde ese momento, todo encuentro comenzaba en mi sincera postración para lamerla (sus nalgas fueron un principio inevitable).
III
Durante la vida juntos, salir del trabajo implicaba detenerme en alguna tienda o supermercado (cierta culpa me hacía procurar un establecimiento distinto cada ocasión, hasta que la práctica me permitió elaborar el complicado itinerario de uno por día de la semana) para comprar duraznos. Alba los lavaba y me hacía comerlos de su cuerpo; detrás de la pulpa encontraba sus pezones, sus labios, su ombligo o sus dedos. En ocasiones me hacía buscar en su vagina algún trozo perdido o me vistió el miembro como una flor destinada a sus dientes y su lengua.
---Nunca supo el motivo de mi gana de duraznos (no se lo dije), nunca se opuso (no era su costumbre) y yo me daba al hartazgo de sentarla en mi rostro para sentir en las mejillas ese vello rubio tan leve (casi invisible) que cubría su trasero.
IV
De su vida recuerdo muy poco. Estudiaba, creo, no se me ocurre qué pero adoraba sus libros (alguno debe quedar por ahí). Leía por horas, en un silencio que sólo interrumpía para hablarme de aves. Silbaba con ternura en mis oídos y a veces tomaba mi entrepierna con fuerza, saludando a su “pájarito sin nombre”.
---De vez en cuando me dirigió un reclamo, no es algo que guarde con precisión en la memoria, debió ser (quizá) que no quise nunca salir de casa si ello implicaba su compañía, no sé, para mí no era cosa fácil traicionar el universo que cierto extraño destino me había deparado. Ella dijo egoísmo, creo; yo siempre dije, si no me equivoco, algo así como “armonía”. Supongo que no quise saber qué demonios significaba saberla vista por otros o imaginar lo que cualquiera que nos viera pudiera pensar. Tal vez la música (y perdón por utilizar tal sustantivo) del estar uno con otro fue algo que, con el paso del tiempo, aprendió a detestar.
V
Importa que Alba no esté, que haya decidido esfumarse sin decir palabra, sin dejar un rastro, alguna miga de pan o hueso seco de durazno qué seguir hasta encontrarla. Pero nada. Las horas se hicieron de una lenta y pesada consistencia que no consigo descifrar. Mi ropa ha vuelto a su sitio en el suelo.
---He dicho que sus motivos no importan porque los he olvidado, porque de ella sólo queda la imagen de un cuerpo que vaga por la casa con un libro en la mano, o bajando a recoger alguna cosa del piso (siempre de espaldas a mí) para exhibir, sin saberlo, el bellísimo durazno que, por instantes, me hizo cantar.
VI
Algunos empleados de mostrador me han preguntado por la sensible reducción de duraznos en mi dieta y, por supuesto, invento cualquier pretexto relacionado con una fortuita rebaja en mis ingresos o alguna tontería sobre mi salud.
---Sería difícil confesar que sigo comiéndolos (minuciosamente limpios), con menos frecuencia, desnudo y recostado en la cama, después de frotarme con ellos el cuerpo...