viernes, 2 de enero de 2009

Un autor, dos novelas, mismos ejes

De acuerdo con el escritor y académico Alejandro Ramírez Arballo “el narrador, si bueno, habrá de producirnos un arrobo irrenunciable, un abandono del cuerpo, un estado que es siempre un anticipo del tiempo sin tiempo de los sueños”. Si estas palabras sirvieran de punto de partida para tasar algo de la prosa del narrador francés Jean-Marie Gustave Le Clézio (galardonado con el Premio Nobel de Lieratura 2008 en octubre pasado), no mucho favor harían, en especial si se revisan las dos más recientes reediciones de sus novelas que se habían publicado años atrás en español: La cuarentena (Tusquets, 2008) y El pez dorado (Tusquets, 2008) –lo anterior, claro, sin olvidar que la misma casa editora puso en circulación a fines del año anterior dos novelas más del autor, Onitsha y Desierto, además de anunciar que publicará en menos de tres meses su más reciente libro Ritournelle de la faim (probablemente traducida como Cantinela del hambre)–.
Para comenzar, La cuarentena es una novela que, aunque no sea estrictamente “polifónica” como se ha dicho en otras publicaciones, sí consigue una complejidad estructural bajo el imperio de una voz que persigue el rescate de un pasado donde se alberga la memoria familiar y los misteriosos puntos o lagunas donde se manifiesta borrosa o llanamente invisible.
Entre sus puntos atractivos, destaca la importancia de dos encuentros que los personajes principales sostienen con el poeta francés Arthur Rimbaud, uno en la juventud y otro cerca del fin de sus días, en un puerto africano, postrado en cama y sufriendo por la pierna enferma que lo llevaría a la tumba tras años de haber abandonado la escritura.
Pero, fiel a lo que ya se puede identificar como parte de las “obsesiones” del autor, la novela no deja de convertirse en una larga exposición de motivos en contra de las consecuencias funestas de la historia colonial en las regiones más alejadas del orbe mental de Occidente (en este caso, la isla de Mauricio y sus colindantes).
De este modo, se accede a la historia de León y Jacques, dos hermanos que realizan un viaje “de regreso” a sus raíces tras la pérdida de sus padres y, en ese trayecto, se ven detenidos por fuerza (un brote epidémico de viruela) justo antes de llegar a su destino. Es en ese infierno donde los destinos se separan y cada uno de ellos encontrará su camino definitorio, uno a través del amor y el otro al toparse con la dureza del clan familiar que les rechaza.
Es el último descendiente de este linaje (desde 1980) quien hace de nuevo el viaje al origen y, en cierta medida, “ordena” la narración a partir de los relatos de voces que integran un cuadro diverso en el que abundan historias paralelas que conectan distintas partes del mundo, épocas y sucesos históricos, destacando la evocación de un incesante mestizaje gracias a los sucesos que acontecen a los personajes (desde una esposa poco convencional y amante de la poesía, hasta una niña inglesa rescatada de una matanza de la que resulta la única sobreviviente para –qué novedad en J. M. G. Le Clézio– asumir una cultura “otra”).
Ahora bien, si a La cuarentena se le ha alabado su carácter “poético”, este se puebla de descripciones que rayan más en el asombro preciosista que en la crítica contemplación; además, si esta ocurre, se manifiesta a través de una directa enunciación que resta mucho al carácter autónomo y verosímil de los personajes (detalles exigibles cuando se les inserta en contextos históricos de esta clase, pero donde la “reivindicación” de valores determinados luce fuera de tiempo y lugar).
Por lo que toca a El pez dorado (mucho más breve, lineal y menos pretenciosa en términos formales), aquí los hechos están mucho más cerca del presente y la primera persona convierte la narración en un relato testimonial en el que no faltan también los elementos de multiculturalismo y éxodo forzoso de muchos de los textos del francés.
Una niña es raptada y, tras una larga serie de vicisitudes, consigue dar finalmente con su identidad y desentrañar un pasado cuyo desconocimiento ha marcado su vida. Pero esta historia (tan cercana a un bildungsroman) carece de los atractivos formales de la anterior y la protagonista topa siempre con giros de suerte (que la “salvan”) tan improbables como plagados de una clara intención autoral que, sin duda, empobrecen un texto donde pareciera darse mayor importancia al poner de relieve los males del poscolonialismo y la permanente xenofobia de la cultura occidental, tan temerosa de “lo extraño”.
Quizá interesa a buena parte de los lectores de Le Clézio que su personaje salga avante de sus escollos y, a la vez, enfrente los avatares de la migración y el contacto semi-reflexivo con su propia diversidad cultural, a través de su “talento” literario y musical, pero resulta difícil en extremo “conectar” con quien, después de un incierto origen y persecuciones interminables (y ni siquiera de cierta intensidad que vuelva atractivo el trayecto de vida de Laila), logra convertirse en poco menos que una estrella del jazz y una futura madre redimida (quizá en la realidad, pero no en la ficción; eso jamais, monsieur Le Clézio, demasiada “propiedad”).
No se puede negar a este narrador francés su voluntad denodada de colocar siempre ante los ojos las condiciones de marginación y “desventaja” de determinados grupos humanos (no en balde dicho aspecto de su obra fue “enaltecido” por la Academia Sueca cuando se le concedió el Premio Nobel de Literatura hace apenas meses); pero esta característica dista de constituirse como “valor” que justifique una estatura específica para un escritor que no deja de tornarse melodramático y hasta ramplón, por momentos, en una prosa que, a pesar de su “cuidado” no deja de carecer (siempre) de “algo”.
Minimizar el juicio de “mediocre” que le imputó el ensayista italiano Pietro Citati sería admitir con demasiada facilidad los visibles puntos frágiles de una literatura más dada a la “corrección” que a la exposición sin propósito visible o las llanas historias que pueblan el mundo y no buscan colocarse ni en contra ni a favor de alguna “visión” determinada (más perjuicio que bien hacen al autor las palabras del acta de jurado que asume como cualidad que se halle tanto “dentro” como –y sobe todo– “fuera de la civilización dominante”).
Bastante más leído en Asia o el continente europeo que en los Estados Unidos, Le Clézio pertenece más a una estirpe de escritores que encuentran en el viaje y la confrontación con la diversidad de culturas más una serie de motivos o lenguajes “apropiados” que historias que busquen el placer del lector más que su “necesaria” fijación en determinados patrones civilizatorios y sus consecuencias que, siendo optimistas, sería más agradable percibir como “accesorios” de lo que se cuenta (pero presentes).
Tanto más se torne la obra de Le Clézio “accesible” a los lectores de lengua española, más se tornará imperante “volver” la vista a las siempre inagotables posibilidades de “otras” formas narrativas menos “apropiadas” y, quién sabe, tal vez más gratificantes (léase cualquier novela de Philip Roth, Don De Lillo, Michel Tournier, Peter Handke, W. G. Sebald, Antonio Lobo Antunes, Enique Vila-Matas o, incluso, Haruki Murakami; por referir solamente algunos conocidos nombres de contemporáneos suyos mucho más estimulantes).

* Publicado (presumiblemente) el día sábado 3 de enero de 2009, en La Jornada Jalisco