martes, 11 de noviembre de 2008

Carlos Fuentes: 80 años...

Con esa compulsión y ánimo celebratorio que los números redondos despiertan en nuestra cultura, un día como hoy representa el aniversario 80 del natalicio de –quizá– el escritor más importante (en más de una acepción, afortunada o no) del país, por lo menos durante el pasado medio siglo. Mexicano nacido en Panamá, en 1928, Carlos Fuentes comparte –a querer y no– un sitial que corresponde en la historiografía literaria de México sólo al de muy pocos otros nombres (Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes, Juan Rulfo u Octavio Paz), y por motivos diferenciados.
En medio del fervor institucional (público o no), coincide la preparada serie de festejos en su honor (acentuada por la ausencia de escritores italianos de renombre mundial dentro del programa de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara) con los cumplidos 50 años de una de sus novelas representativas (y discutidas), La región más transparente (1958), de la que se prepara ya una edición por parte de las Academias de la Lengua del continente.
Por supuesto, aunque no falten voces críticas que –desde hace cerca de dos décadas– cuestionan la labor literaria de Fuentes, lo que resulta evidente es que su figura y palabra no dejan de representar la cima promocional más alta para un escritor mexicano vivo. Educado en el espacio y tiempo de la labor diplomática, el autor de Los días enmascarados (1954) no ha cesado de insistir en la construcción de una obra que –todo indica– concibe como un proyecto aparejado a la evolución política e histórica del país, a la manera de un Balzac cuyo compromiso crítico no ha tomado suficiente distancia de la imagen mediática que lo liga (como a muchos) al ejercicio de la política.
Claro, nada puede ser más apropiado –por un lado– a esta fiesta en su favor que justo acontece a escaso poco más de un año de que se cumplan centenario y bicentenario de las gestas que fundaron ideológica y políticamente el rostro de una patria que hoy, por decirlo de alguna manera, no parece mucho aquel que hubo heredado una clase dirigente que parece insistir en mantenerlo cuando, de hecho, no existe más (no del modo original).
La crítica fundamental (que sustenta el desánimo de cierto sector de la intelectualidad mexicana) hacia Fuentes, la abierta, parece derivar del ‘desenmascaramiento’ que, a través de un artículo (“La comedia polifacética de Carlos Fuentes”) en la ya desaparecida revista Vuelta, encabezó Enrique Krauze –a fines de los ochenta– con la anuencia de Paz. Dicho evento cismático trajo como consecuencia una división que, a través de los vástagos de semejantes santones, continúa (si bien, edulcorada).
Tal vez por eso (entre muchas otras causas) La región más transparente, a pesar de sus visibles contribuciones y méritos que la sitúan como una novela fundacional (especialmente en la descripción de un entorno urbano particular, paisaje y lengua en transformación creciente, desencanto y –casi­– premonición), queda para sus críticos o más jóvenes lectores como un documento ‘envejecido’ (pero lo mismo se dijo de Rayuela, de Julio Cortázar, pocos años ha).
Y, además, son esas mismas voces las que –no sin razón– han esgrimido también que las más recientes obras narrativas de Fuentes han quedado francamente muy lejos de la frescura inicial de sus primeros relatos, la (cada vez menos verificada) perturbación expresiva de Aura (1962) o la plenitud de recursos exhibida en La muerte de Artemio Cruz (1962). Es decir, cómo puede negarse el anquilosamiento formal y su creciente tendencia a tornar transparente en demasía su afán discursivo que persigue establecer las bases de la evolución de un proyecto nacional (político y social) a lo largo del siglo (véase o revísese la somnífera Los años con Laura Díaz –1999– si se busca un ejemplo), así como patentizar su opinión acerca de fenómenos culturales de contemporánea revisión a través de la literatura (La frontera de cristal –1995–).
Lo anterior, es de suponer, no exime que resulte probable que sea excesivo el reclamo de dichos lectores de su obra que, por otra parte, no necesita ubicarse en una actualidad a la que sus obras emblemáticas han dejado de pertenecer (por lo menos en lo referente a lo estilístico). Fuentes, hoy más que nunca, merece una nueva visitación porque su estatura exige que se discuta (y no sólo se conmemore o celebre) lo que ya es un legado de no pequeña trascendencia.
Debe recalcarse, tal discusión no debería pasar por alto que –entre nuestros escritores vivos– nadie como él (Fuentes) significa el escaño más elevado de interlocución con aquellos autores de escala global cuyo trabajo es determinante. A la manera de Reyes o Paz (guste o no admitirlo), este multipremiado autor ha trascendido la escala nacional para ser referencia (casi) obligada a nivel continental. Bastaría recorrer la serie de escritores e intelectuales que participaron en el número monográfico que la revista Nexos dedicó al escritor este pasado mes de octubre.
Toda circunstancia apunta a una celebración apoteósica en torno a la figura de Carlos Fuentes (desde la presentación en sociedad de su más reciente novela La voluntad y la fortuna –2008–; los congresos, simposios y encuentros en que se hablará de su obra; más premios y la consabida serie de lugares comunes y renovadas anécdotas que poblarán las entrevistas a sus amigos y estudiosos de conveniencia), y no habría que condenar al desperdicio la oportunidad. Mal que bien, su efigie canónica es insoslayable y la tormenta mediática puede estimular tanto su lectura (especialmente entre los jóvenes) y relectura (para aquellos que, a favor o en contra, aspiran –sin que haya delito en ello– a ocupar su sitio en un futuro, tal como sucedió con Paz).
Además, cómo no agradecer que (a pesar de numerosas tentaciones) no haya sucumbido a la tentación de dirigir políticamente los destinos del país (hubo un tiempo en que se sugirió, y no desde bajas esferas); por lo menos el escritor –parece– ha entendido que su espacio sigue siendo el ejercicio de la opinión desde la esfera crítica del ensayista (así insista en terrenos ajenos o distanciados de donde ha encontrado sus mejores productos, para lo cual se sugiere consultar su Cervantes o la crítica de la lectura –1976– o su oportunista pero excelente El espejo enterrado –1992–).
Hay que insistir, es probable que la transfigurada faz del escritor encuentre –en la resaca de este cumpleaños– un espacio de congruencia en el que la discusión de su trabajo se torne menos convencional y más cercana a los criterios (siempre veleidosos e inestables) que norman históricamente la probable trascendencia de un autor. El tiempo, juez de jueces, admite la pluralidad y la diferencia, suele resistir la mezquindad y condenar al olvido aquello cuyo signo fue siempre la disolvencia.
Finalmente, para mucho de lo anterior queda la paciencia y la esperanza de que la ‘fiesta’ de Fuentes resulte productiva y benéfica. Resultados sólo podrán ser escrutados años adelante. Por ahora, valga la fecha para retomarlo, discutirlo de vuelta, rescatar la valía aunque no exista obligación para ello. Ah, y desear educadamente un feliz cumpleaños.

(Publicado hoy -11 de noviembre de 2008- en La Jornada Jalisco)