jueves, 27 de noviembre de 2008

A 25 años de la muerte de Jorge...

A 25 años de su fallecimiento (que se cumplen este jueves 27 de noviembre), Jorge Ibargüengoitia parece aún despertar reticencias en un medio cultural que (casi) ha pasado por alto que este año no sólo se cumplen cinco lustros de su ausencia sino, además, 80 años de su nacimiento (en la capital del estado de Guanajuato, un 22 de enero de 1928); a lo que puede sumarse que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la fiesta “más importante” del libro a nivel hispanoamericano, parece haber obviado estos hechos ante la ‘aplanadora’ de actividades con las que se celebra a Carlos Fuentes (nacido el mismo año) y su novela cincuentenaria.
Si algo define o distingue a Jorge Ibargüengoitia dentro del panorama de la literatura mexicana del siglo pasado, es –ante todo– un alto sentido crítico. El humor, por su puesto, es otra de las características notables tanto en sus novelas como sus obras de teatro y artículos periodísticos (donde el sarcasmo campea con finura y rudeza).
La prosa de Ibargüengoitia, que se distingue (como señala Adolfo Díaz Ávila) por su capacidad “para diseccionar y destazar, para ridiculizar y poner en evidencia a sus personajes –muchos de ellos personajes del poder político y económico, ya fuese a nivel nacional o en el microcosmos de la provincia mexicana–” y era “su fórmula para dinamitar la historia y la realidad oficiales, para hacer trizas el mito de las instituciones y del desarrollo estabilizador, en una época en la cual el PRI era el partido dictatorial en México”. Y todo lo anterior, indudablemente, bajo un insoslayable rigor estético que hace de su estilo algo infrecuente e inimitable.
Estudió en la Facultad de Ingeniería de la UNAM, pero la abandonó cuando faltaba poco para terminar la carrera. Después de eso, se inscribió en la licenciatura de Filosofía y Letras porque su propósito fundamental era convertirse en dramaturgo (y recibió instrucción de algunos de los mejores escritores mexicanos de entonces, entre quienes destaca –por el interés de Ibargüengoitia– Rodolfo Usigli, a quien sustituiría después en su cátedra).
Aunque había conseguido ganar (con su obra El Atentado, en 1962) el Premio Casa de las Américas; decide inclinarse por la novela y, poco después, publica Los relámpagos de agosto (1965), su primera novela y una crítica feroz que aborda el periodo final de la Revolución Mexicana, así como la conformación de la clase política del país que de tal suceso surgió; es aquí donde el autor se revela como el narrador satírico (ácido y sutil) más importante –tal vez– del pasado siglo en México.
No es fortuito que su volumen de cuentos La ley de Herodes (de 1967) sea aclamado por (al menos) un sector de la crítica como uno de los más importantes en los últimos 50 años, puesto que representa una “vuelta de tuerca” al género en términos de tono narrativo y, especialmente, por una delirante vocación de humorista al construir sus personajes.
Después, vendrían otras obras de importancia como las novelas Maten al león (1969), Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977), Dos crímenes (1979) y Los pasos de López (1982), donde las últimas cuatro forman parte de lo que se ha llamado ‘Novelas del Plan de Abajo’, porque se desarrollan (aunque en diferentes épocas) en una geografía ficticia (demasiado semejante a su natal Guanajuato) cuyas poblaciones forman parte ya de la cartografía literaria nacional.
También se han compilado volúmenes que contienen sus artículos (y crónicas) publicados tanto en el diario Excélsior como la revista Vuelta, entre los que destacan Viajes a la América ignota (1972), Sálvese quien pueda (1975), Autopsias rápidas (1988) e Instrucciones para vivir en México (1990), todos ellos marcados por un estilo donde el lúcido extrañamiento y la inocencia aparente se oponen cómicamente a la desazón, el coraje, la reflexión o el asombro.
A Ibargüengoitia no le gustaba que se le tomara por “un simple humorista”, siempre se consideró un escritor serio y riguroso, ordenado y meticuloso (su obra lo demuestra) y, contrario a lo que se pudiera pensar, su personalidad también fue seria (aunque no lo fue tanto en el espacio íntimo).
Se fue a vivir a París (ya casado con la pintora inglesa Joy Laville) y ahí trabajó muy intensamente en la que sería su siguiente novela. Con miras a asistir a un encuentro de escritores (en Bogotá, Colombia), a fines de 1983, abordó un avión que terminaría estrellándose (vuelo donde perecerían, con él, los escritores Ángel Rama, Marta Traba y Manuel Escorza).
Ahora bien, en este año, doblemente conmemorativo respecto de su figura, se reeditan algunas de sus obras por parte de algunas editoriales como el Grupo Planeta (que lanza de nuevo la ‘Biblioteca Jorge Ibargüengoitia’) y el Fondo de Cultura Económica (que publica El niño Triclinio y la bella Dorotea, ilustrado por el conocido caricaturista Magú); pero extraña que la serie de eventos se haya prácticamente limitado al estado de Guanajuato y la Ciudad de México.
Y tan extraño como revelador, también, el hecho de que la fiesta más importarte de habla española para el mundo editorial (la Feria Internacional del Libro de Guadalajara) haya ‘omitido’ a Ibargüengoitia dentro de la serie de homenajes que se han programado en su serie de actividades.
Mal que bien, la obra del novelista guanajuatense es una de las más importantes durante la segunda mitad del siglo XX; resulta difícil encontrar otro escritor que haya influido de manera tan decisiva e importante en generaciones posteriores de narradores en este país. Ibargüengoitia no posee, de hecho, las características de muchos otros escritores nacionales cuya producción encarna el ‘ideal’ o ‘acomodado’ ejercicio de escribir (como, hay qué decirlo, el propio y multicelebrado Carlos Fuentes), sino –por el contrario– su obra es la evidencia de un ‘camino distinto’, la vocación crítica (desde el propio estilo) que se funde con la eficacia narrativa.
Poquísimos (quizá nadie más) han conseguido reflejar en sus escritos, con la virulencia y el talante del cuestionamiento febril, las posibilidades de la ficción donde encarnan nuestras principales características como seres determinados por las fronteras del lenguaje y sus particularidades de comunicación (de ritmo, de construcción de un imaginario, de manifestación de virulencias y pasiones).
¿Es posible –de cara a las celebraciones planeadas para 2010– pasar por alto la importancia de novelas como Los relámpagos de agosto o Los pasos de López? Para cualquiera de sus lectores comprometidos, Jorge Ibargüengoitia es más que un referente o un favorito; se trata de un autor central, piedra de toque, meta de aspiración y oficiante envidiable. En este periplo que se cumple hoy y dio inicio el 22 de enero (cuando cumplió 80 años de nacimiento), a nivel nacional poco espacio ha recibido ante el embate mediático de otras celebraciones (meritorias o no, es cosa que no se discutirá aquí) a nivel nacional.
El olvido institucional es una de las formas como puede demostrarse el resquemor o la franca ignorancia por una obra cuyo peso específico es mayor que el de tanto celebrado agrupador de palabras. Hoy se cumple un aniversario luctuoso, el 25 para Jorge Ibargüengoitia, esperemos solamente que las páginas nacionales no muestren un interés mayor por llorar la ausencia de –por ejemplo– Fanny Cano (que, por otra parte, tiene sus particulares merecimientos).
* Publicado hoy, 27 de noviembre, en La Jornada Jalisco