Mucho antes de que Scherezada se volviera la relatora que unificara una tan extensa como diversa tradición de narraciones orientales, las comunidades nómadas donde tales relatos se originaron ya sabían que el motivo de Dios para crear el mundo no era un propósito ligado a la trascendencia sino su amor por las historias. Como cualquier lector, Dios pudo, en un momento de ansiedad, imaginar las historias y toda la múltiple variedad de estrategias, tonos y momentos en que podrían ser contadas. Por tanto, no hablo sólo de un creador omnisapiente, ejercito la humana y simple potestad de imaginarlo mirando el escenario que dispuso para emocionarse con nuestras risibles o trágicas cabriolas. Dios, quiero suponer, me parece imposible sin un amor desmedido por la imprevisión y la voluntad de interferir lo menos con nuestra imperfecta naturaleza que, gracias al cielo, produce y reproduce todo giro narrativo probable (incluso, creo, improbable; no puedo pensar en la permanencia de un juego combinatorio que haya agotado sus finitas variantes y, para bien o mal, seguimos aquí).
---Si alguien me habla de Dios como “el gran relator” yo no podría disentir pero, tiendo a suponer, a veces las cosas y los eventos indican o parecen dejar ver su intención de disponer los materiales necesarios para que, por sí mismos, iniciaran una progresión interminable, una móvil mixtura de todo lo imaginable, un batido sin fin del que sólo percibimos ecos poco claros, siempre en su vehículo sonoro de lenguajes. El que relata (más si se trata de Dios mismo) sabe que sin la libertad de lo que crea es imposible una historia que seduzca, conmueva, interese; además, conoce que dicha libertad no resulta comprensible o, al menos, apreciable, sin un determinado marco de orden para suceder. Un cuento ha sido siempre la zona confusa donde ciertos eventos aspiran a encontrar un equilibrio que los haga posibles. Lo que venga, es cosa de un futuro que no puede saberse.
---El relator no es un tirano, no puede; esto es, rige pero algo escapa de modo inevitable. Es en esa fuga donde radica lo imprevisto necesario, es en esa grieta donde vive la posibilidad interpretativa y se produce el gozo, la feliz noticia de que hay momentos en la línea del tiempo capaces de poner ante nosotros una muestra sencilla y difícil de que nuestros asuntos como seres no se limitan a lo puramente material, que gracias a esas imperfecciones es que podemos reconocernos falibles e interesantes. En esas mismas aberturas es donde los propósitos valen muy poco y la libertad de lo narrado opera sus mecanismos invisibles y arbitrarios. No hay lectura posible sin ese reconocimiento, o bien, lectura que pueda permitirnos alguna brecha de insondable ejercicio imaginativo que nos haga distintos y, como de vez en cuando creo, mejores.
---La formación personal es la que deja ver el mundo para referirlo en nuestros propios términos. Podemos estar condicionados por el tiempo y el lenguaje, por los hechos del universo cercano y la genética, por lo que se les ocurra, pero es en esa particularidad donde florecen los senderos de un jardín inacabable, las estancias de una biblioteca finita pero imposible, las traiciones sin motivo pero reales, las canciones olvidadas pero presentes, las flores de perfume imaginable. Pero claro, como Dios mismo (valga la blasfemia), llegamos a los relatos con la impotencia de quien aprecia y espera condicionado por la arena que cae sin detenerse. Estamos en un relato inmenso construido de relatos que a su vez contienen otros, y no hay salida posible.
---Llegar a la palabra escrita es apenas un sucedáneo de vivir inmersos en un mar de narraciones comunes; toda casa es un texto que se abre y cierra en las estancias del día, la familia es un compendio de cuentos donde la sangre común imprime su sello a lo que ha pasado para modificarse en palabras que no terminan de aparecer. Leer es una hermosa prisión de puertas abiertas a la que debe entrarse con la sumisión crítica de quien se deja seducir porque se sabe vivo y con eso basta.