jueves, 16 de agosto de 2007

Tatuaje de signos atroces

Tres semanas antes de morir, el poeta Abigael Bohórquez entregó un ensayo a cierto amigo suyo, columnista del suplemento cultural de Excélsior por aquellos días, donde abordaba la poesía desde su perspectiva de lector. Dicho ensayo, que yo recuerde, jamás fue publicado pero conozco su contenido gracias a una lectura fortuita que se realizó el día en que la única copia existente fue puesta en manos del columnista que menciono líneas arriba y que, todo indica, no pudo hacer llegar el texto a las prensas.
---En el ensayo se hacía una clara referencia a la poesía como “un tatuaje de signos atroces” y, de algún modo, la cita me ha acompañado desde entonces. No dejo de imaginar al poeta como un “enfermo” (Kafka me lo ha enseñado también, así se describe al especular en una carta sobre los motivos de su alejamiento de Milena Jésenska), incurable, que sufre y goza de una condición de la que no puede librarse; por eso quizá la palabra tatuaje funciona debidamente, por su doble carga de imagen indeleble que a la vez precisa de cierto rango de voluntad y aceptación para ser.
---Ahora bien, el tatuaje es sin duda un signo que remite a una temporalidad perdida en los orígenes de las sociedades humanas; sus formas de representación nos dicen algo incomprensible pero cercano y en lo que secretamente encierra su trazo conviven lo particular y lo colectivo. La poesía no carece de rasgos similares porque, no hay que olvidar, hubo un tiempo en el que no se hallaba aprisionada formalmente por el lenguaje escrito.
---Luego llegamos al adjetivo. La atrocidad se separa de lo que puede calificarse como terrible en un grado de intensidad mayor de lo común. Tampoco puede desligarse del miedo. Atroz pude ser una palabra útil porque, en cierto sentido ligado a lo ancestral, el poeta no deja de compartir el campo semántico de las palabras que lo pretenden designar con las que buscan definir al vidente, al intérprete lúcido que puede hacer suya la voz donde los otros pueden encontrarse.
---El papel que juega lo atroz es de radical importancia. La mirada interior del poeta no evita topar con el anverso de las virtudes que constituye, desde la más lejana antigüedad, nuestra nómina de términos descriptivos más usual. Desde el Gilgamesh, pasando por Homero, Virgilio, Dante, Villon, Skakespeare, Cervantes, Milton, Kafka o Blok para llegar a la contemporaneidad, no hay sensible variación en la evidencia que nos muestra como fruto inacabado de una pérdida o producto de una descomposición incesante. El mismo Bohórquez dijo también una vez: “No hay para el poeta una recompensa sino una condena doble: miseria y soledad”. La facultad de la videncia no augura otro beneficio que el desencanto (o el doble “desencanto y decepción” que reservaba W. B. Yeats para los verdaderos artistas).
---Tal vez por estas razones no me desagrada coincidir con Carlos Fuentes cuando en una entrevista menciona que “toda literatura procede del miedo”. Se trata de un temor a mencionar, a evocar de vuelta los poderes perdidos de la palabra a través del desgaste progresivo de los siglos. A esa claridad que espanta puede llegarse de múltiples maneras y el trabajo sin fin del poeta (aquí podría ampliarse el término para que abarque a cualquier artista) es la búsqueda continua de esa belleza diversa que admite adjetivos benévolos o temibles.
---Si la poesía es, como antes se dijo, “un tatuaje de signos atroces”, hago mía esa frase que consigue ligar sus palabras a la contundencia de una impresión que tengo y persigo compartir o evitar que sea desapercibida (a sabiendas del nulo éxito que promete una intención de este tipo). En ocasiones, hacen más falta los poetas de lo que creemos. Yo no tengo esperanza alguna en nada y, sin embargo, tengo una fe indestructible en los poderes nada inocuos de la lectura. El poeta (el de verdad) puede no saber de lo que habla, pero habla; conoce y desdeña el murmullo (tan, pero tan colectivo) que nos aleja de lo que somos íntimamente.