domingo, 26 de agosto de 2007

Dilema y radicalismo nutricional

Aristóteles, cuentan, gustaba de las ensaladas y, parece ser, durante las sesiones en las que instruyó al famoso Alejandro que la historia nos ha hecho admirar, no comía otra cosa que no fueran vegetales cocidos levemente con una pizca de sal y aderezados con distintos tipos de aceite de olivo. Feliz digestión debió tener el insigne maestro, verduritas sanas y, supongo, deliciosas para su griego paladar. Quizá por eso se asocia al vegetarianismo con la inteligencia y la sobriedad, quién sabe.
---Por otro lado, Tomás de Aquino, de acuerdo con ciertas crónicas de la época, solía degustar enormes cantidades de alimento sin distingo entre los reinos: lo mismo un lechón que enormes tazones de fruta o espirituosas bebidas que lo conectaban con el cosmos. Se dice lo mismo de Kant (adicto a los banquetes de numerosos platillos), de Lutero (grosero y sucio engullidor de casi cualquier cosa) y otros tantos exiliados de la conciencia salutífera que conmina a supeditar la dieta a lo que “caiga bien”.
---La lista de practicantes ilustres de ambas posturas con respecto a la alimentación es numerosa, pero en ninguno de tales casos el hecho de que se coma tal o cual cosa riñe con el intelecto pródigo. De aquí que discutir sobre el tema sea ocioso y poco menos que inútil. Aunque viene al caso por cierto malestar que me causa no ser capaz de tomar una decisión definitiva con respecto a qué demonios debo comer.
---En estos tiempos, tonto y ridículo que soy, me debato entre continuar con mis más preciadas costumbres de consumo inmoderado o seguir los consejos (bienintencionados, supongo) de los médicos o mis numerosos amigos vegetarianos. Por supuesto, en más de una ocasión he proferido alabanzas desmedidas en pro de Balzac y ofendido hasta la blasfemia la memoria de Bernard Shaw. Pero no dejo de pensar en el riesgo que implica el disfrute de lo inconveniente y tampoco me abandona la idea de que mi ánimo tocaría fondo si acato las normas de lo apropiado, lo que hace “estar bien de salud”. ¡Oh, paradoja irresoluble que inflama el espíritu endeble de los adscritos a la religión común de los sabores simples que nos llevan a la tumba con prisa denodada!
---Quiero creer que mi asunto no es ir tras la longevidad sino acercar mis huesos a un mejor sentir en términos de goce y satisfacción de cara a lo que pueda venir, el inconveniente sigue siendo mi casi nula disciplina en ese menester de cuidarme con minucioso y mentido afán cada que el cuerpo me reclama. “Piedad para el que sufre” reza un pertinente bolero que retrata mi situación y condena en estos momentos. Lejos temo ver (entonces) los días de vino, rosas, robustos cortes de vacuno difunto a la mesa y perniciosos condimentos que desintegran deliciosamente el estómago.
---En fin, tristezas más o menos, esta sucia condición descastada del que vive con miedo de verse forzado a huir del sabroso infierno para lamentar después su impuesta búsqueda del paraíso saludable, me trae deshecho y dando tumbos ante el espectáculo de quien asume el gozo sin culpas y, sanamente, ignora el riesgo. Dichosos ellos que con todo mi corazón envidio.