Alguna vez le dije a alguien que debo mi afición a la lectura a una serie afortunada de accidentes. Esta conclusión, por supuesto, no le hace gracia a mi madre porque ella hubiera querido que me dedicara a cosas más “normales”, que hubiera elegido un destino menos complicado o, cuando menos, una ocupación en la que no me viera agobiado por problemas financieros.
---Nací en un lugar pequeño, una ciudad extraña en la que no hay librerías y, como espejo de la nación entera, la mayor parte de los hogares no posee libros, ni siquiera de adorno. En mi casa sí los hubo aunque, por lo general, se trataba de enciclopedias cuyo cometido parecía ser ilustrar la curiosidad simple o servir de ayuda en los trabajos escolares. Hicieron mucho más que eso, sin embargo.
---Había, es cierto, algunas novelas o libros de poesía nada reciente pero, en casa de mis abuelos, la cosa cambiaba un poco. Resulta que, quiso la providencia, en la década de los cincuenta ocurrió un primer accidente por el que debo estar agradecido.
---Como si huyera de una maldición o crimen inconfesable, cierta maestra argentina llegó en la tercera década del siglo XX a mi terruño. Llegó cargada de libros y se hizo de una pequeña casa, a un lado de la propiedad de mi abuela. Ocurrió que al morir la maestra, sola en su casa, de vejez, sus pertenencias fueron sacadas a la calle para que la basura las recogiera. Mi abuela consiguió salvar dos o tres cajas de libros de aquella injusta ocurrencia.
---De ese lote azaroso pude leer muchas maravillas que prosiguen en su deterioro, ocupando la vieja estantería de una casa memorable para mí. En ese lugar, también, fue donde mi abuelo puso en mis manos sus libros de Salgari (¿de dónde los habría sacado?) y algunas novelas policiales.
---Otro accidente fue la envidia. Mi hermana mayor era la celebridad lectora en casa, escribía pequeñas historias y ganaba concursos escolares, leía a Verne y a Twain. Yo deseaba ese trato preferencial, ser tomado en cuenta de ese modo. Mi hermana tomó después la senda de “lo normal” y se alejó de la literatura con mayúscula (aunque sigue leyendo, claro, cosas menos “complicadas”); yo caí en las redes de un vicio precioso y difícil de mantener sin sacrificios visibles e invisibles.
---Supongo que la escritura me vino como consecuencia, no lo sé de cierto pero creo que es mejor no saberlo. El hecho es simple, no puedo evitar que las historias me seduzcan. Mi memoria prueba, a veces, que no he sido mal oído para aquello que se contó en reuniones familiares o las pláticas que inundaron mi casa todo el tiempo.
---Puede que nunca llegue a explicar de manera suficiente la razón que hace necesaria la lectura, es muy probable que jamás encuentre palabras para describir lo mucho y vario que acontece en la autopista maltrecha que conecta el cerebro con el corazón, ahí donde dibujan su ruta los prodigios cotidianos que definen lo que somos.
---Y es que no se necesita, felizmente, de tal explicación. Tampoco se requiere de la mente más sana o ecuánime o consecuente. Basta cierta congruencia y la voluntad de arrancar tiempo a los días para ejercer una inútil pero imprescindible actividad: leer.
---Más de una vez me he preguntado por el motivo de esta terquedad. Pude haber hecho mi vida más fácil, quizá. Pero lo lamento, se trata de un complejo veneno cuyos efectos son incontrolables. Y he aceptado esta enfermedad como el ignaro que soy, sabiendo que en cada recaída volveré a ser feliz sin mesura. En esos momentos (y cuando nos convertimos en una “bestia de dos espaldas”, claro) es cuando creo de veras en la felicidad ¿hay otra menos breve?
---Nací en un lugar pequeño, una ciudad extraña en la que no hay librerías y, como espejo de la nación entera, la mayor parte de los hogares no posee libros, ni siquiera de adorno. En mi casa sí los hubo aunque, por lo general, se trataba de enciclopedias cuyo cometido parecía ser ilustrar la curiosidad simple o servir de ayuda en los trabajos escolares. Hicieron mucho más que eso, sin embargo.
---Había, es cierto, algunas novelas o libros de poesía nada reciente pero, en casa de mis abuelos, la cosa cambiaba un poco. Resulta que, quiso la providencia, en la década de los cincuenta ocurrió un primer accidente por el que debo estar agradecido.
---Como si huyera de una maldición o crimen inconfesable, cierta maestra argentina llegó en la tercera década del siglo XX a mi terruño. Llegó cargada de libros y se hizo de una pequeña casa, a un lado de la propiedad de mi abuela. Ocurrió que al morir la maestra, sola en su casa, de vejez, sus pertenencias fueron sacadas a la calle para que la basura las recogiera. Mi abuela consiguió salvar dos o tres cajas de libros de aquella injusta ocurrencia.
---De ese lote azaroso pude leer muchas maravillas que prosiguen en su deterioro, ocupando la vieja estantería de una casa memorable para mí. En ese lugar, también, fue donde mi abuelo puso en mis manos sus libros de Salgari (¿de dónde los habría sacado?) y algunas novelas policiales.
---Otro accidente fue la envidia. Mi hermana mayor era la celebridad lectora en casa, escribía pequeñas historias y ganaba concursos escolares, leía a Verne y a Twain. Yo deseaba ese trato preferencial, ser tomado en cuenta de ese modo. Mi hermana tomó después la senda de “lo normal” y se alejó de la literatura con mayúscula (aunque sigue leyendo, claro, cosas menos “complicadas”); yo caí en las redes de un vicio precioso y difícil de mantener sin sacrificios visibles e invisibles.
---Supongo que la escritura me vino como consecuencia, no lo sé de cierto pero creo que es mejor no saberlo. El hecho es simple, no puedo evitar que las historias me seduzcan. Mi memoria prueba, a veces, que no he sido mal oído para aquello que se contó en reuniones familiares o las pláticas que inundaron mi casa todo el tiempo.
---Puede que nunca llegue a explicar de manera suficiente la razón que hace necesaria la lectura, es muy probable que jamás encuentre palabras para describir lo mucho y vario que acontece en la autopista maltrecha que conecta el cerebro con el corazón, ahí donde dibujan su ruta los prodigios cotidianos que definen lo que somos.
---Y es que no se necesita, felizmente, de tal explicación. Tampoco se requiere de la mente más sana o ecuánime o consecuente. Basta cierta congruencia y la voluntad de arrancar tiempo a los días para ejercer una inútil pero imprescindible actividad: leer.
---Más de una vez me he preguntado por el motivo de esta terquedad. Pude haber hecho mi vida más fácil, quizá. Pero lo lamento, se trata de un complejo veneno cuyos efectos son incontrolables. Y he aceptado esta enfermedad como el ignaro que soy, sabiendo que en cada recaída volveré a ser feliz sin mesura. En esos momentos (y cuando nos convertimos en una “bestia de dos espaldas”, claro) es cuando creo de veras en la felicidad ¿hay otra menos breve?