
No hubo sorpresa, tal vez decepción. El dichoso galerón era una cantina común y corriente, incluso parecida a una que aparece (brevemente) en El tunco Maclovio, con todo y su barra de madera gastada. La verdad, me extrañaba la adormilada tensión que reinaba. Ocupamos una mesa en el extremo derecho del salón y pedimos cerveza. El motivo que nos había llevado ahí estaba a punto de aparecer, una desnudista que prometía danzas exóticas (aunque nada sabíamos del significado de tal palabra).
Uno de la manada, el Pancholoco, mostraba una seriedad que cambiaría de un momento a otro… La desnudista (nada impresionante, salvo por la elasticidad que mostraba a sus visibles más de cincuenta años) salió al ruedo y la gallera se encendió. Por unos momentos, la gleba centró la atención en una serpiente amarilla que rodeaba las carnes expuestas de la magnética señora. Nuestro ya entusiasmado amigo saltó de modo sorprendente al terreno iluminado y, primero, bailó con ella para, después de dos minutos, abalanzarse a mordidas y lengüetazos sobre la humanidad de la artista.
El Pancholoco consiguió derribarla y se retorcía sobre el cuerpo de la mujer, la boa eligió escapar de la gresca y varios parroquianos tomaron al Pancholoco de las ropas y procedieron a darle su merecido mientras otros, contagiados del furor genital de mi compa, se ocuparon de la dama y no le permitían levantarse. Nosotros fuimos al rescate del imbécil compañero de manada y la gresca se tornó preocupante. Comenzaron a volar sillas. De pronto, un grito detuvo las acciones, en un extremo del lugar se retorcía un mesero con un resorte amarillo viviente ceñido a su pierna y, entre chillidos, alegaba que había sido mordido por la culebra. No he visto espacio cerrado despejarse más rápido, en unos segundos estábamos fuera y la policía arribaba.
Tras una grotesca exhibición de armas y una multitud de parroquianos a caballo que llegaron a mitotear, el hijo del dueño del local nos liberó de culpas y poco a poco las cosas tomaron su lugar. Preferimos seguir bebiendo fuera del establecimiento, no sé qué demonios pasó con el mesero atacado y el show de la maltratada bailarina no pudo continuar. Los caballos, llevando a sus jinetes armados y cargados de caguamas en bolsas de hielo, siguieron su paseo redundante entre ambos prostíbulos. La noche avanzaba con lentitud y no recuerdo la hora en que llegué a casa. Nadie quiso, por años, invitar al Pancholoco a ninguna parte…